Évreux,
coche, Versalles, jardines y más jardines. Piensas en monarcas
huyendo de una masa enfurecida. Coche, París, Gare de Lyon.
Despedidas. Adiós pequeños. Adiós Paloma. Adiós Carlos. Maletas,
ciudadanos asiáticos y ciudadanos rusos dando vueltas de una
terminal a otra, ciudadanos franceses a la espera de volver a sus
casas a tiempo con sus regalos de Noël bajo el sobaco. Los
ojos sobre La senda del perdedor, entre línea y línea
algún que otro vistazo a las pantallas. Ahora el ciudadano asiático
o ruso eres tú y das vueltas de una terminal a otra. Son las siete
de la tarde y los gabachos cenan en sus asientos mientras intentas
vislumbrar algo en la oscuridad a través de la ventanilla y vuelves
a Bukowski, a la dureza, al adolescente que bebe bajo la montaña,
vuelves a las palizas y a la cabeza alta para encarar al mundo, y de
nuevo la ventanilla e intentar descifrar si realmente nos movemos, si
aquel aparato que te aloja realmente atraviesa conversaciones y
lugares de la campagne française. Una señora anuncia tu destino, y
pisas el andén con tu mochila sobre los hombros, de nuevo Marseille,
Saint Charles. El suelo mugriento y el paso firme. De nuevo Boulevard
National y rue Auphan. De nuevo Helal, y coche, y rue Espérandieu.
Merci, Helal. Bonne soirée, Helal.
No
sabes bien que hacer en estos días. Nuevas llaves, nuevo lugar donde
comer, donde leer, donde limpiar, donde tener sed y escribir. Un
nuevo balcón donde poder asomarte para ver el mundo, donde poder ver
un gato, ropa tendida, un tipo fumando, antenas y ventanas. No
quieres dormir, no hasta saber que harás para seguir adelante. No
escribes, no lees y hay una lata de cerveza caliente que te tumba en
el sofá durante algunos minutos. Recuerdas los olivos, los sábados,
las terrazas con café y pacharán dispuestas a discurrir por la
garganta. Recuerdas la noches y las risas, y te miras y te dices eso
no. Marseille, no olivos, ni pacharán, Marseille. Hablar y soñar
con calles y libros, con lo que vendrá después.
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